Alfonso de Trastámara es recordado, sobre todo, por
su participación en la Farsa de Ávila, donde fue coronado a los 11 años de edad como Rey por un grupo de nobles que llevaron
el desafío al débil Enrique IV «El Impotente»
a la categoría de rebelión. Durante varios años se dio la inusual
situación en Castilla de que hubo dos reyes y dos cortes, hasta que el
adolescente falleció de forma súbita a causa supuestamente de la peste.
Sin embargo,
el veneno
era una sustancia demasiado habitual en las cortes renacentistas como
para descartar su presencia en la muerte del joven Infante. Y lo
que siempre perteneció al campo de la especulación, lo confirmaron hace
pocos años investigaciones científicas que descartan definitivamente
cualquier rastro del bacilo de la peste en sus restos mortales.
Hijo de
Juan II de Castilla e
Isabel de Portugal,
Alfonso de Trastámara fue conocido como «El Inocente» por estimársele
un títere en manos de una nobleza fuera de control que solo pretendía
sacar el máximo rédito de la debilidad de su hermanastro, Enrique IV, a
costa de la credulidad del joven. Aunque ambos eran hijos de Juan II,
contaban con diferentes madres y Enrique IV siempre se mostró receloso
con los hijos del segundo matrimonio de su padre. Tanto
Isabel «La Católica»
como Alfonso vivieron una infancia complicada, apartados de la Corte en
compañía de su madre, quien sufría un proceso de demencia. Solo cuando
una parte de la nobleza vislumbró la posibilidad de
usar a ambos hermanos contra Enrique IV, éste ordenó traerlos
al Alcázar de Segovia,
que hacía las veces de residencia regia, para mantenerlos bajo
vigilancia. Las dudas sobre la paternidad de la única heredera del Rey,
Juana –conocida como «la Beltraneja»
porque se acusaba a Beltrán de la Cueva de ser su auténtico padre–,
llevó a numerosos nobles, encabezados por Juan Pacheco y su hermano
Pedro Girón, a declarar que Isabel y Alfonso eran los sucesores
legítimos de la Corona de Castilla.
Rey de una de las dos Castillas
En mayo de 1464, el desafío de la nobleza se materializó en
la Liga en Alcalá de Henares.
En una nueva muestra de su falta de carácter, el Rey cedió a las
exigencias de la Liga y se avino a negociar: Alfonso fue entregado a
Juan Pacheco para que recibiera una educación regia y fue jurado como heredero el 30 de noviembre con la condición de que se casase con
Juana «La Beltraneja». Sin embargo, tras la sentencia arbitral de Medina del Campo,
Enrique se negó a aceptar las medidas previamente asumidas y, en consecuencia, los nobles rebeldes celebraron el 5 de junio en Ávila un acto simbólico para coronar Rey a Alfonso y
despojar de todas las dignidades reales a su hermanastro.
La farsa de Ávila escenificó el punto de no retorno en el
pulso a la Corona. Fue construido un cadalso de madera, situado fuera
del recinto amurallado de Ávila, donde se depositó un muñeco, relleno de
paja y lana, con su correspondiente corona y cetro. A continuación,
los nobles congregados despojaron al pelele de Enrique las distinciones regias:
el arzobispo de Toledo le quitó la corona (símbolo de la dignidad real),
Juan Pacheco
le despojó del cetro (símbolo de la administración de justicia), y el
conde de Plasencia le arrebató la espada (símbolo de la defensa del
reino). Finalmente, otro de los cabecillas de la rebelión,
el Conde de Benavente, derribó y pisoteó el muñeco del Rey al grito de: «¡A tierra puto!».
Ilustración moderna de la Farsa de Ávila
Tras la humillación al pelele de Enrique IV y de leer una
larga lista de insultos y agravios contra él, Alfonso «El Inocente», de
11 años de edad, fue proclamado Rey de Castilla entre el clamor habitual
de las entronizaciones castellanas:
«¡Castilla, Castilla por el Rey don Alfonso!».
La proclamación del nuevo Rey dividió a la nobleza en dos bandos
aparentemente irreconciliables: los que apoyaban la insurrección (además
de los ya citados,
el duque de Medina Sidonia y
la familia de los Enríquez) y los fieles al Monarca legítimo (
donde destacaba la familia Mendoza y
el ambicioso Primer Duque de Alba). Durante tres años se dio la
situación en Castilla de la coexistencia de dos reyes con sus
respectivas cortes y con las ciudades divididas en su afiliación. La
situación creada por la Farsa de Ávila, mucho más cruenta si cabe que
los sucesos del reinado de Juan II, se mantuvo vigente, entre treguas y
enfrentamientos, hasta la celebración de
la segunda batalla de Olmedo (1467) y, sobre todo,
la muerte del Rey Alfonso (1468),
supuestamente envenenado, tras lo cual los cabecillas de la
insurrección, principalmente Juan Pacheco, no tuvieron reparos en
trabajar a favor de corriente y volver a mostrar lealtad al Rey Enrique.
Alfonso murió el 5 de julio de 1468 a causa supuestamente de la peste bubónica en
el pueblo de Cardeñosa (Ávila), donde se dirigía al frente de su ejército para conquistar
la plaza fuerte de Toledo,
que acababa de ocupar Enrique. Tras su llegada al pueblo abulense, el
Rey Alfonso cenó una trucha en una posada local a raíz de lo cual pasó
varios días en la cama con fiebres elevadas hasta su muerte. Los
síntomas registrados, además de las fiebres, fueron
la pérdida del habla y la conciencia e insensibilidad al dolor.
Las especulaciones sobre su posible envenenamiento prendieron casi al momento por toda Castilla.
La anomalía de que hubiera dos reyes en Castilla solo podía acabar con
la muerte de uno de ellos, haciendo muy tentador que alguien deslizara
veneno en la comida del joven.
Juan Pacheco, el principal sospechoso
La hipótesis del veneno pasó a la categoría de probable con un estudio publicado en 2013 por el profesor de
Antropología Física de la Universidad de León Luis Caro Dobón y la historiadora y profesora de la Uned
María Dolores Carmen Morales Muñiz en la revista de genealogía, nobleza y armas «Hidalguía». Según acreditan tres análisis practicados sobre sus restos,
Alfonso «El Inocente» no pudo padecer la peste, como parecía apuntar sus síntomas, al no haberse hallado en su cuerpo la presencia de
Yersina pestis,
el bacilo de esta enfermedad. Asimismo, los autores de la investigación
señalan lo improbable de que el Monarca falleciera de una enfermedad
que había registrado su gran epicentro un siglo atrás, en 1347, y menos
en un emplazamiento temporal –el campamento militar donde vivía en esos
momentos–, donde
no era tan frecuente encontrar madrigueras de ratas negras (las que transportaban la pulga infectada con el bacilo) como lo era en ciudades y poblaciones más grandes.
Retrato de Isabel «La Católica»
Descartada la peste, los autores del estudio se atreven a apuntar
al envenenamiento como causa para explicar una muerte tan súbita.
A falta de vómitos y diarreas en las descripciones de las fuentes
documentales, los investigadores estimaban la utilización de un veneno
de tipo vegetal suministrado por alguno de sus partidarios.
El máximo sospechoso sería Juan Pacheco,
el hacedor de reyes, que posteriormente no tuvo problemas en volver a
servir bajo el mando de Enrique IV y estuvo presente, según el cronista
Palencia, en la fatídica cena, donde siguió comiendo con «gran aparato»
mientras
el resto de los que rodeaban al Rey se quedaron desolados. Pacheco, no obstante, había obtenido en fechas cercanas
la titularidad del Maestrazgo de Santiago,
que, en caso de que Alfonso se reconciliara con su hermanastro y fuera
nombrado Príncipe heredero, volvería a manos del joven. Su repentina
muerte le resultó muy provechosa.
La muerte de Alfonso «El Inocente» favoreció de forma clara
a los intereses de Pacheco, al propio Enrique IV, que vio terminado el
conflicto,
e incluso a Isabel «La Católica». La futura Reina de Castilla ocupó el puesto de su hermano como heredero legítimo de Enrique en una ceremonia celebrada en
los Toros de Guisando, el 19 de septiembre de 1468, conocida como
la Concordia de Guisando.
Isabel se constituyó así como heredera a la Corona por delante de
Juana, su sobrina y ahijada de bautismo, aunque se negó a declararse
Reina mientras su hermano viviera. A la muerte del Rey, no en vano, la
ambigüedad en las instrucciones del Soberano causaron un conflicto
sucesorio. El principal valedor de
Juana «La Beltraneja» fue
el Rey de Portugal,
lo cual elevó la disputa a la categoría de guerra internacional e
impulsó a la mayoría de la nobleza castellana a unirse a Isabel contra
la amenaza extranjera.
Moneda acuñada por los partidarios de Alfonso en Sevilla
Pese al sincero cariño entre los dos hermanos advertido por
los cronistas, las ventajas adquiridas por Isabel a la muerte de su
hermano pequeño no pasaron inadvertidas para los ojos más conspiradores.
Hay quien ha visto en la decisión de la joven,
que se encontraba en ese tiempo residiendo en Arévalo con su madre, de acompañar a su hermano en la campaña donde finalmente perdió la vida
un motivo de sospecha para implicarla en el envenenamiento.
Su papel no era relevante en este momento en un contexto militar, pero
no resulta extraña su presencia, ni es una causa suficiente para
acusarla del crimen o afirmar que pudo estar enterada. Algo parecido a
lo que ocurrió en 1474 con la muerte de Enrique IV, quien falleció en
medio de rumores de un posible envenenamiento a manos de su hermana
Isabel y de su marido, Fernando de Aragón. El germen de los rumores
estaba en que a principios del año en el que murió el Soberano, éste
había caído enfermo durante la ronda de negociaciones con Isabel para
pactar por enésima vez
los términos de su sucesión. Y
siendo fieles a la verdad, nunca fue necesario el veneno para
justificar los achaques de Enrique, que durante toda su vida mostró una
interminable lista de dolencias.
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