En 1561, Felipe II había ordenado el traslado definitivo de la Corte a una pequeña ciudad de la submeseta meridional de la Península Ibérica, Madrid. Los motivos de tan trascendental decisión son múltiples y variados, aunque ninguno de ellos, por sí mismo, parece concluyente. Proximidad al palacio-monasterio de El Escorial, posición geográfica peninsular centrada y equidistante de la costa en los cuatro puntos cardinales; un clima favorable; un color azul intenso del cielo; un lugar donde las aguas abundaban y eran de excelente calidad…
Pero esta nueva capital tenía un oscuro pasado. Algún avispado consejero de Felipe había dado la voz de alarma sobre el tipo de construcciones que menudeaban todavía a mediados del siglo XVI en la zona donde se alza hoy día la Catedral de la Almudena. Inmuebles cuyo origen no parecían estar acorde con los nuevos tiempos, puesto que eran residuos de una época antigua ya superada. Si aquella aseveración era cierta, había que tomar medidas disuasorias. La capital del cristianísimo imperio hispánico no podía tener un origen islámico, y mucho menos modesto. Pero la arqueología ha constatado en tiempos modernos que los más antiguos vestigios descubiertos en la ciudad de Madrid, en los cerros en los que se inició su andadura (las colinas de la Almudena y de las Vistillas), son de época ineludiblemente islámica. Además por Madrid corrían de boca en boca multitud de leyendas, cuentos y anécdotas, que transcurrían “en tiempos de moros” o “en la época de los árabes”. ¿Y cómo obviar topónimos como Puerta de Moros o el barrio de la Morería? Ni el pico ni la pala de los obreros que demolieron los viejos edificios musulmanes ni los cuentos de Calleja de los cronistas cortesanos fueron capaces de destruir ni camuflar este pasado poco glorioso a ojos del rey y sus consejeros.
Algunos autores arabistas investigaron la propia etimología del nombre de Madrid, hasta que estudiando las fuentes árabes, se dieron de bruces con el topónimo de una pequeña ciudad andalusí, que aparecía en aquellos ignotos textos con la denominación árabe de Mayrit. Jaime Oliver Asín, a mediados del siglo XX, dedujo que el nombre de Mayrit estaba íntimamente relacionado con los cauces de agua, las mayras, al que este filólogo añadió el sufijo mozárabe de abundancia -it. Para este autor, Mayrit significaba “abundancia de los cauces de agua”. Los primeros pobladores islámicos se habituaron a recoger el líquido elemento de los numerosos arroyos, riachuelos y corrientes de agua subterránea. Aguas de la vida que proporcionaban al asentamiento todo lo necesario para las actividades humanas. El vigoroso viento de la sierra, helado en invierno, cálido en verano, y el cielo azul de los refranes castizos hicieron el resto.
Es más que probable que el primer núcleo de población madrileño surgiese en la explanada de la Almudena, al calor de la fortaleza que vigilaba el violento ingreso de los rivales cristianos desde el norte, un castillo que la tradición ha querido situar desde tiempos inmemoriales en el solar del Palacio Real, edificio que a su vez ocupa el lugar del viejo Alcázar de los reyes castellanos, reformado en tiempos de Carlos I.
Las fuentes árabes atribuyen a un emir de la dinastía omeya cordobesa la fundación efectiva de Mayrit, a mediados del siglo IX, un monarca que tiene un parque dedicado a su memoria, junto a la “muralla árabe”, excavada al final de la calle Mayor y al comienzo de la Cuesta de la Vega. Mohamed o Muhammad I, el fundador de Mayrit, gobernó en Córdoba entre los años 852 y 886. Ahora bien, según la opinión de numerosos autores, es muy probable que antes de que Muhammad I otorgase un carácter oficial al asentamiento, ya existía Mayrit como población, posiblemente fundada por los beréberes y los muladíes de la zona. El emir se limitó a amurallar el primitivo núcleo poblacional y a poner al frente del castillo a un gobernador o amilde su confianza. El amil pertenecía muy probablemente a la etnia árabe, y sustituyó, por razones que no alcanzamos todavía a comprender, a los caudillos locales beréberes, responsables de la creación de la posición estratégica años antes. Parece que Muhammad I fundó la plaza fuerte mayrití como eslabón estratégico dentro del entramado defensivo conocido como la Marca Media, vigilante contra las algaradas cristianas procedentes del norte de la sierra madrileña, pero también para custodiar y prevenir las frecuentes sublevaciones de las gentes de Toledo, la vieja urbs regia visigoda. Talamanca del Jarama, junto con Mayrit, cumplió el mismo cometido de vigilancia.
La población de Mayrit estaba compuesta por un pequeño grupo aristócrata árabe, representado por el gobernador de la fortaleza mayrití, quien solía pertenecer a nobles familias de Córdoba. Un colectivo bereber algo más numeroso que el exclusivo clan árabe; los muladíes, la antigua población hispanorromanogoda convertida al Islam, formaban el grueso de los residentes en la ciudad. Un pequeño núcleo de irredentos cristianos, los mozárabes, poblaban los arrabales extramuros de la madina, y por último, un grupo todavía más reducido de judíos residía en su propio barrio, la judería. La población de origen musulmán habitaba, en su gran mayoría, la ciudad amurallada, la almudayna, un espacio ocupado en la actualidad por la catedral de la Almudena, la explanada del mismo nombre, y los alrededores de la calle Bailén esquina calle Mayor, la calle Almudena, la calle Factor y los altos de Rebeque. Con el tiempo, al incrementarse la importancia de la ciudad, la población musulmana desbordó las murallas y comenzó a desparramarse por los arrabales, creados a tal fin junto al primitivo barrio extramuros mozárabe que se alzó posiblemente en el actual barrio de la Morería. Este barrio cristiano tuvo como parroquia principal la de San Andrés, de la cual fue devoto feligrés San Isidro, nacido durante los últimos años de dominación islámica sobre Mayrit.
Mayrit cayó en manos de los cristianos entre los años 1083 y 1085, junto al resto de las plazas y territorios del reino taifa de Toledo, como consecuencia de las capitulaciones pactadas por el rey castellano Alfonso VI el Bravo y el monarca toledano al-Qadir. Alfonso VI fue benevolente con los vencidos, pues permitió elegir a la población musulmana entre abandonar la ciudad o quedarse, manteniendo sus creencias y posesiones. Las elites políticas y económicas, guerreros y ulemas, los doctores de la ley islámica, tomaron el camino del sur, pero la masa principal de la población musulmana, artesanos y campesinos, sin tener dónde ir, permanecieron en Madrid. Simplemente cambiaron de dueño.
Madrid se había perdido definitivamente para las huestes de la Media Luna y encaraba una senda humilde al principio, pero que habría de llevarle siglos después a su proclamación como capital del más extenso imperio cristiano que jamás vieron los tiempos. ¿Fruto del azar? ¿O estaba escrito en las estrellas?
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